Crónica del Atlántida film Festival

          Durante un mes hemos tenido el privilegio de poder disfrutar de uno de los festivales más innovadores de nuestro país, el Atlántida film festival que, en su segunda edición, ha conseguido poner a disposición de espectadores internautas una selección más que suculenta de producciones cinematográficas.

         En las siguientes líneas daremos un repaso a las dos secciones que han constituido el festival, tanto la Oficial como la Atlas.

 

       La sección oficial se ha caracterizado por tener una excitante variedad de estilos y refrescantes puntos de vista cinematográficos. Dentro de la misma, personalmente, he de destacar la producción boliviana “Zona Sur” por aunar, en un mismo film, maestría, mensaje y excepcionalidad. No en vano ha sido la ganadora del festival.

 

Nuestro paseo por esta sección empieza por el film guatemalteco Las marimbas del infierno de Julio Hernández Cordón, este sencillo trabajo nos desvela el sufrido día a día de la población pobre del país encarnada en un personaje que sólo sabe tocar la marimba, instrumento ancestral en vías de extinción, y que se embarca en la desbaratada empresa de unir su talento al de un grupo local de metal. Destacando el humanismo por encima de todo, desde la dirección hasta la actuación son tan simples que imbuyen una pérdida de interés progresivo provocando que el propio proyecto sea diana de su propio mensaje.

Todo lo contrario encontramos con Terrados de Demian Sabini. Esta película de bajo presupuesto es consecuente con lo que pretende explicar y consigue sus objetivos con aparente facilidad. En el film, un grupo de nuevos desempleados ocupa todo su tiempo libre en ir de terrado en terrado y pasar el día en él, ya sea tomando el sol, de picnic o tomando unas cervezas. Este pasotismo, esta falta de motivación, llegará a un punto límite en el que la disyuntiva de hacer o no hacer marcará el carácter de su protagonista y, por ende, de esta nueva sociedad contemporánea que se está creando en la que el parado se define por esta misma palabra y no piensa en más posibilidades que la que le ofrece la norma social.

Otra muestra de la presión que puede ejercer el contexto social se encuentra en la fascinante De amor y otros demonios de Hilda Hidalgo, una excepcional adaptación literaria contextualizada en la época colonial en Latinoamérica. Con una narración a caballo entre el misticismo y el realismo, el film nos cuenta hasta qué punto el miedo a lo desconocido se arraigaba en las mentes y de cómo el estamento de la iglesia, supuesto conocedor de la verdad, reforzaba dicha idea. Para todo aquel con ideas propias o simplemente diferentes, el destino estaba marcado.

Por otros derroteros va la refrescante Un mundo cuadrado de Álvaro Begines, en la que se intenta sentar las bases de la necesidad de activar esa rebeldía juvenil que cambia el mundo. En su segundo largometraje, el realizador y coguionista ha sido lo suficientemente hábil como para crear una “ciudad imaginaria” en la que sus habitantes viven sometidos por un cacique y un grupo de hombres uniformados. Sin tratarse de un film repleto de planos imposibles o con un montaje espectacular, su saber hacer, sin pretensiones, refuerza la veracidad de la narración y te implica en la historia, cosa que, sin duda, le da muchos puntos a su favor.  

Y es que este festival ha estado repleto de pequeñas-grandes producciones, y para sorpresa de muchos, venidas de nuestras propias fronteras como La Roca de Raúl Santos, un documental que por fin relata sin rencillas nacionalistas uno de los episodios de la historia española más insólitos como lo fue lo sucedido en Gibraltar. Durante el metraje de este excepcional trabajo se suceden las aportaciones de los testigos de una época convulsa en la que las naciones jugaron, cual tablero, con el mundo, quitando y desquitando sus líneas divisorias imaginarias a voluntad. Teniendo en cuenta el mayor mal de los españoles, su falta de memoria histórica, un documento como este, tratado desde el punto de vista humano, es de una necesidad imperiosa y pone de manifiesto el absurdo inherente que existe en la idea de delimitar y separar.    

Ha quedado demostrado que el documental es tan prometedor como el largometraje a la hora de programar las películas que vertebran un festival. Ejemplo de ello es que en la sección oficial haya no uno sino dos documentales optando al primer premio. Haaris Harre de Miguel Ángel Tavera y Javier Córcoles es el otro documental de la presente sección a concurso. En él se retrata un grupo musical, sus inicios, giras, tropiezos y viajes, combinando el blanco y negro con el color y la entrevista con el documento visual como si de un cuento se tratara.

Otra de las aportaciones nacionales al festival es Crebinsky de Enrique Otero, un divertido film que arranca con una animación, a modo de prólogo, en la que sus protagonistas acaban en la costa gallega viviendo de lo que el mar expulsa. Es este un film con claras reminiscencias a las fábulas de Emir Kusturica (Gato negro, gato blanco, 1998), en el que incluso la banda sonora va por ese camino; empero, es de elogiar el increíble trabajo del diseño de producción que le aporta el toque mágico necesario, no sólo para la presentación de personajes, sino para hacer creíble una refriega entre estadounidenses y nazis en Galicia.  

Para cerrar con las producciones españolas dos proyectos: Amanecidos de Yonay Boix y Pol Aregall y Puzzled Love de Pau Balagué (y otros). En ambos, un grupo de jóvenes cineastas se ponen tras la cámara para mostrar todo su talento y potencial en dos historias bien diferentes. La primera, un cúmulo de imágenes que van del surrealismo al-en mi humilde opinión-el dadaísmo; y la otra, una historia de amor con un contador como narrador y muchas alusiones referenciales.

Seguimos con la sección oficial con Lucía de Niles Atallah, una historia contemplativa hilvanada a través de largos planos fijos en la que el espectador es un mero observador, como si de una especie de gran hermano se tratara, en el supuesto de que simplemente plantáramos una cámara en medio de la habitación. Claramente decepcionante, la potencial metáfora, tras la historia vital anodina y sin color de la protagonista y la coyuntura histórica alrededor de la muerte de Pinochet, no acaba de justificar su narración o el uso puntual del slow motion.

Antes de Daniel Gimelberg también ha dejado más que desear. Con la interesante premisa de la aportación de Fito Páez a la banda sonora, el resultado no ha podido ser más desalentador. La historia del film queda resuelta a los 20 minutos y a partir de ese momento nos hallamos ante la reiteración y la consecuente pérdida de atención e interés. Es muy probable que un remontaje pueda solucionar parte del problema planteado, sin embargo, es inevitable pensar en películas de guión similar que la superan con creces en narración, dirección y ritmo, como por ejemplo: “La buena vida” (David Trueba, 1996).

Con un inicio más que alentador, Zona Sur de Juan Carlos Valdivia se convirtió inmediatamente, para una servidora, en la pieza más interesante del festival. Utilizando casi únicamente panorámicas de 360 grados, el film nos describe, sin aparente subjetivismo, la dinámica vital de una casa de la burguesía boliviana. Con el simple movimiento constante de la cámara, es capaz de comunicar más allá de la simple imagen; queda patente, sin resultar pomposo o pedante, su amor por el séptimo arte, cuidando los planos hasta el detalle, coordinando de forma sublime las actuaciones con el movimiento de cámara y mostrando todos los ángulos -con un uso magistral de espejos en las habitaciones-. Por añadidura, la elección de dicho movimiento de cámara no resulta tan sólo una opción técnica sino que trasciende la idea de que nos convertimos en planeta, giramos y la vida está alrededor inexorablemente. Y si por si lo anterior no fuera motivo suficiente para dar una seria oportunidad a este proyecto, tampoco se queda corto en lo que a la profundidad de mensaje se refiere; lejos de ser un film meramente contemplativo, su pretendida naturalidad encierra verdades fundamentales acerca de la diferencia de clases y la igualdad entre seres humanos. Sin duda, Zona Sur es una película que rompe esquemas de principio a fin sin ser su objetivo principal, incluso a la hora de los créditos, que en vez de aparecer verticalmente, lo hacen horizontalmente. Todo un lujo para los sentidos para poner un excelente punto y final a la sección oficial del Atlántida film festival.

 

 

 

       

         La sección paralela del festival, con un total de 14 títulos, ha sido una compañera excepcional para la sección oficial. La denominada sección Atlas nos ha permitido contemplar en exclusiva los últimos trabajos de artistas en alza y poder descubrir pequeñas joyas del cine contemporáneo.       

La inauguración del festival corrió a cargo del último trabajo del director de la polémica Canino: Yorgos Lanthimos. Sin perder su estilo frio y contenido, el director vuelve a adentrarse en un tema a la par surrealista y escabroso. Un grupo de personas se dedica a la suplantación de fallecidos en aras de paliar los efectos del duelo a sus familiares. Con esta sorprendente premisa, Alps propone al  espectador un viaje a la neurosis compartida y a las aberraciones psicológicas que devienen en un microcosmos regido por la subordinación y la negación del ciclo vital. Un interesante, aunque poco estimulante trabajo, en el que poca implicación cabe para cualquier espectador.

Todo lo contrario ocurre con el documental The green wave de Ali Samadi Ahadi, el cual, mediante la combinación de la animación, entrevistas y documentos visuales, vertebra los acontecimientos alrededor de la marcha verde: movimiento social nacido en Irán, que unió a su pueblo en la fe en sí mismo y en la posibilidad de un gobierno justo e igualitario que se avanzara a su tiempo para lograr un futuro mejor. Un movimiento que sufrió el rechazo brutal y sanguinario de las fuerzas que regentaban el poder en ese momento, transformando las manifestaciones pacíficas en un baño de sangre y continuando sus inhumanas represalias hasta límites inimaginables. Este documental es un testimonio de una dureza sin igual que muestra el terrible miedo que procesa un pueblo que decide levantarse y que, sin duda, aunque no sea agradable de visionar, resulta imprescindible.   

Otro de los documentales de esta sección que no deben pasar inadvertidos es The swell season de Nick August-Perna, Chris Dapkins y Carlo Mirabella-Davis. Esta especie de segunda parte del film “Once” (John Carney, 2006), propone algo poco usual, ver qué pasa después. Lo normal es ver como las películas tienen un final, se quede o no se quede la chica con el chico, la música sube y los créditos aparecen; lo que ocurra a la mañana siguiente nunca se averigua. En este documental somos testigos del mañana tras ganar un Óscar, de tocar música en el metro, a hacer una gira mundial y ser reconocido por las masas. Glen Hansard y Markéta Irglová recogieron en 2007 sus estatuillas en Hollywood y las repercusiones fueron totalmente inesperadas. El documental rodado enteramente en blanco y negro recoge valientemente el esplendor y la desilusión de una pareja, de unos artistas, y el efecto tanto en su carrera como en sus propias vidas mereciendo, a mi entender todos los “óscars” del mundo.

El último documental, Dragonslayer de Tristan Patterson, retrata los vaivenes de una leyenda del skating. Presentándose como un decálogo y con un estilo casi de guerrilla nos desvela un mundo poco conocido y tradicionalmente relegado a los suburbios. Josh 'Skreech' Sandoval una estrella en su pequeño universo, vive de juerga en juerga y buscando piscinas vacías para practicar lo único que se le da bien. Su vida diaria no es para nada envidiable, pero sigue sus propias normas y vive al día, tiene lo que muchos ansían y temen conseguir: libertad, pero no se trata de una libertad sin condiciones. En este punto del partido incluso el más punk ha de replantearse ciertas cosas al convertirse en padre.

Small Town Murders Songs de Ed Gass-Donnelly abre la sesión de thrillers del festival. Este corto largometraje, protagonizado por un impecable Peter Stormare (The imaginarium of Doctor Parnassus, 2009), se desarrolla en un pequeño pueblo en el que un brutal asesinato irrumpe en la tranquilidad de sus habitantes, y más concretamente, en la de su peculiar sheriff. El estilo del film es poco ortodoxo, consigue producir un estado de ánimo inquieto, agobiante y algo perturbador que recuerda en ciertos momentos a David Lynch, pero con una carencia de surrealismo que, sin embargo no le resta al notable resultado final.  

En Cold Weather de Aaron Katz, la trama no es inquietante o perturbadora, más bien es tirando a sosa. Como su nombre indica, el film es frío y significativamente anodino. Aunque su historia recuerde a un hito en el thriller moderno como lo fue Brick (Rian Johnson, 2005) no tiene ni la originalidad ni la inteligencia plasmada en esta, mas al contrario, es de una sencillez que roza lo naif. De todas formas, es precisamente esa sencillez lo que le da una veracidad a la que ya no estamos muy acostumbrados, y es que a veces no recordamos que en el mundo no todo son conspiraciones en las que se decide el destino del mundo.     

Y esto es precisamente lo que ocurre en Everything will be fine de Christoffer Boe. Su protagonista llega a extremos insostenibles de paranoia y obsesión tras creerse el centro de una terrible conspiración. Sin adentrarnos más en su argumento, solo decir que este film del director de Allegro (2005), es tan opresivo e intrigante que nos infunde una cierta histeria que va creciendo a medida que avanza el metraje. Su forma de narrar la historia, mezclando flashbacks en paralelo de los dos protagonistas, no hace más que estresar al espectador deseoso de una pronta resolución de los acontecimientos, obviando, paradójicamente, el título del film.

Por otro lado, el título no podría ser más esclarecedor en The myth of American sleepover de David Robert Mitchell, ya que, esto es justamente lo que explica el film: ¿qué se esconde detrás de las míticas fiestas de pijama americanas? Una explosión de pubertades explorando el mundo adulto bebiendo alcohol, viendo porno, retándose en juegos o buscando los primeros contactos sexuales. Más allá de la historia, estamos ante un producto absolutamente dirigido al público adolescente estadounidense sin profundidad alguna, que reduce sus propósitos a mostrar los ritos iniciáticos de esa edad, sin aportar nada significativo, cinematográficamente hablando.

En Shit year de Cam Archer, la cinematografía supera al argumento. Rodada íntegramente en blanco y negro, este film tiene claras influencias de la nouvelle vague y más concretamente, salvando las enormes distancias, de Alphaville (Jean-Luc Goddard, 1965). Su uso de voz en off, sus tempos, su montaje desestructurado y su forma de crear escenas rompiendo la narrativa al uso, son claros ejemplos de dicha inspiración. Durante todo el metraje, el film no hace otra cosa que fomentar un desasosiego constante paralelamente al que siente su protagonista, una gran actriz que, auto forzada a la jubilación, revisa su último año.

Unmade beds de Alexis Dos Santos, es un film repleto también de referencias cinematográficas y, aunque la mixtura de las mismas resulta interesante y denota un gran potencial, no acaba de dar un resultado muy acertado. No cabe duda de que es bastante complicado ponerse a la altura de films como All about Lily Chou Chou (Shunji Iwai, 2001) para abordar la psique adolescente. En el film, las historias de dos jóvenes, por un lado, un chico en busca de su padre biológico y por otro, una chica dejando su vida amorosa en manos del destino, acaban confluyendo para convertirse en el catalizador necesario para seguir positivamente con sus vidas. Una refrescante idea que rompe con las estructuras, sobretodo venidas de Hollywood, en las que causa y efecto son cosas tangibles, es decir, el catalizador suele venir de manos de un consejo al respecto o de algún tipo de revelación crucial; sin embargo, en este film la coherencia con la mente adolescente queda patente, pues, este pequeño empujón viene, simplemente, de una conexión con alguien en el sentido de afinidad, de comunión.   

Una cosa radicalmente diferente encontramos en el film australiano Toomelah de Ivan Sen, en donde, el terrible mundo infantil de su protagonista, dista de cualquier positivismo o afinidad alguna. En el film, el uso constante de cámara en mano, como si de un testigo documental se tratara, no hace más que acentuar el crudo realismo de una comunidad de aborígenes que han perdido completamente sus raíces y a través de sus familias desestructuradas acaban convirtiéndose en matones, adictos o camellos. Aunque el film nos cuenta el episodio vital de un niño, sus experiencias y su forma de actuar son las de un adulto; no hay infancia en la película, es arrebatada como en su día lo fueron los aborígenes de sus tierras. La esperanza, sin embargo, recae en esta generación, que, ya en sus primeros tiempos, ha de tomar decisiones trascendentales.     

Poco me permito decir de Bellflower de Evan Glodell, un film que se alzó en el pasado festival de Sitges con el premio del Jurado joven a la mejor película. Un film simplón, carente de significancia y misógino, el cual, irónicamente demuestra que para gustos, colores.

El eclecticismo del festival es más que loable, prueba de ello la hallamos en la inclasificable El mal del sueño de Ulrich Köhler. Ese peculiar film difícil de describir, muestra la influencia que ejerce el tercer mundo en un doctor alemán. El protagonista ha estado dos décadas viviendo en el continente negro, no parece que lleve una vida especialmente feliz o tranquila y está a punto de volver a su patria natal. Al cabo de tres años un inspector de la OMS viaja a África y se encuentra a aquel doctor aun allí, con una nueva familia e incapaz de volver al primer mundo. Este planteamiento abre múltiples lecturas sin que ninguna encaje a la perfección, se trata, pues, de un film que abre un estimulante debate interpretativo y que no pasará desapercibido.  

La elección para la clausura del festival vino de la mano de Submarine de Richard Ayoade. El film arranca de una manera muy prometedora, con un estilo similar al de Cashback (Sean Ellis, 2006). Empieza con la voz en off del protagonista presentando su mundo interior de fantasía utilizando música clásica y un tempo lento e intimista; sin embargo, a medida que avanza la película, aunque no abandona del todo la forma, si cae inexorablemente la pérdida de interés debido al estancamiento de la historia. Quizás, por añadidura, se empatiza un poco con el depresivo protagonista y lejos, de ser una comedia ácida, se convierte en un drama para el espectador. Pese al resultado final, cabe destacar la actuación del elenco actoral y, mencionar especialmente, la aparición del camaleónico Noah Taylor.

         En resumen, no cabe duda de que la espléndida selección de títulos del festival demuestra un excelente trabajo por parte de los organizadores y una apuesta de futuro más que prometedora. Quedamos pues a la espera de una nueva edición en la que volver a disfrutar, como en esta, del séptimo arte en letras mayúsculas.    




Por Silvia García Palacios