El amor lo consume todo
Christine (1983, John Carpenter)

Starsmall Starsmall Starsmall

Original

Christine es considerada en numerosos círculos una obra menor dentro de la estimable, y en muchos momentos fascinante, filmografía del maestro Carpenter. Un proyecto simplemente de encargo por parte de Columbia Pictures con el fin de adaptar a la gran pantalla la última obra literaria de otro icono del género de terror y el suspense, Stephen King. La productora incluso se había hecho con los derechos de la novela mucho antes de que esta viese la luz pública, así que al film le envolvía un halo de comercialidad que disgustaba a muchos. Anteriormente, reconocidos y prestigiosos cineastas como Brian De Palma (Carrie, 1976), Stanley Kubrick (The Shining, 1980), George A. Romero (Creepshow, 1982) o David Cronenberg (The Dead Zone, 1983) ya se habían atrevido a plasmar en el celuloide, con mayor o menor éxito,  las atmosferas sombrías y misteriosas creadas por el escritor de Maine.

Estaremos de acuerdo en que no es ni de lejos la película más representativa y esencial de la obra de Carpenter, pero eso no quiere decir que sea un film apreciable y en el que sí podemos hallar algunos de los modelos y las constantes de su cine.


El argumento, a grandes rasgos, trata sobre el clásico pardillo de instituto que es el objetivo de las bromas pesadas y los abusos de  los matones de clase. Todo eso cambia el día en que Christine, un coche endemoniado y totalmente destartalado, entra en su vida. Nuestro personaje principal, Arnie Cunningham, reparará con sus propias manos a Christine, y se creará entre ellos un vínculo que va más allá del simple binomio conductor-coche. La premisa puede sonar algo ridícula o surrealista, más teniendo en cuenta el contexto en el que nos encontramos. 1982, El coche fantástico es un éxito en la televisión americana –más tarde lo sería en otros países, incluido España- y su protagonista, David Hasselhoff, dando vida al mítico Michael Knight, se convierte en un icono de los años ochenta. Suena un poco bizarro todo. De hecho, Carpenter se quejó amargamente en diversas entrevistas de los problemas que había tenido durante el rodaje para conseguir que el automóvil, un Playmouth Fury del 58 color rojo, diera miedo. No es fácil proyectar sentimientos y emociones en objetos inanimados, y menos aún que esas emociones provoquen una respuesta en la persona que se encuentra ante ellas, más tratándose del terror. Ya lo habían conseguido gente como Elliot Silverstein en Asesino invisible (The Car, 1977), antecedente más directo y ligado a la obra que nos ocupa, y con un enfoque distinto en algunos matices, Steven Spielberg en la fantástica El diablo sobre ruedas (The Duel, 1971). Incluso en un episodio de The Twilight Zone titulado “You Drive” se podían establecer paralelismos. Y con la destreza de un maestro artesano y un uso del cinemascope de manual, Carpenter también lo consigue, rehuyendo en todo momento del gore y las influencias del giallo que sí se habían hecho visibles en trabajos anteriores. Podemos observar la cumbre de ese éxito que apuntamos en la que para un servidor es la secuencia más potente y lúcida de la película, y que consiste en una sucesión de planos subjetivos y contraplanos en los que vemos a una terrorífica Christine en llamas persiguiendo de noche por una solitaria y oscura carretera a uno de los abusones del instituto de Arnie mientras suena la BSO compuesta por el propio Carpenter, con sonidos electrónicos característicos de los ochenta y que dotan a la imagen de un gran empaque.


Y es que la música adquiere una gran importancia en Christine. A lo largo del film aparecen diversos éxitos del rock and roll de los cincuenta que suenan en la radio del coche –recordar que la acción se desarrolla a finales de los setenta, veinte años después de la fabricación de Christine- cargados de simbolismo y mala leche que ayudan a acrecentar el componente demoníaco del auto. Es algo que vemos desde el primer momento cuando aparecen los créditos iniciales y suena el tema “Bad to the Bone” de George Thorogood and the Destroyers –la canción es de 1982, por lo tanto está fuera del contexto interno del film, el guiño es únicamente al espectador-. Todo ese playlist de cinismo y segundas intenciones tiene su culminación en la divertida sentencia final que pronuncia la novia de Arnie, interpretada por Alexandra Paul: “God, I hate rock and roll”.


Otra de las escenas más divertidas del film la encontramos en una cita entre Arnie y su novia en un cine al aire libre en la que esta le recrimina que quiere más a Christine que a ella. El chico le contesta que las novias tienen celos de otras chicas, no de los coches. Lógico. Esto me sirve para aterrizar en el  punto en el que, en cierto sentido, encontramos el pilar fundamental sobre el que se sustenta la obra, el amor y la (des)configuración de la propia identidad. El coche endemoniado es un mcguffin vehicular –nunca mejor dicho- de la evolución de Arnie Cunningham. Si en vez de a Christine se hubiese añadido en el guión a una femme fatale de los clásicos del cine noir como Barbara Stanwyk o Lana Turner, el resultado habría sido el mismo, sólo que sin el componente fantástico del género. La importancia no reside en el hecho de que un automóvil del cual no sabemos ni el porqué de su existencia vaya por ahí matando a personas, sino en que un chaval normal y corriente, como tú, como yo, como cualquiera, puede llegar a ser devorado y consumido por sus obsesiones, por los miedos… Arnie rechaza su identidad, y en un proceso evolutivo sobre acelerado y poco detallado se convierte en una persona distinta, en la proyección de lo que Christine demanda de él. Estamos ante un amor enfermizo, sí, pero amor al fin y al cabo.

 

“Deja que te diga algo acerca del amor. Tiene un apetito voraz. Se come todo. La amistad, la familia… es increíble todo lo que come. Te diré otra cosa. Aliméntalo bien y puede ser algo hermoso... y eso es lo que tenemos nosotros. Cuando alguien cree en ti, puedes hacer cualquier cosa en el universo... y cuando tú crees en esa persona, entonces... ¡que se cuide el mundo, porque nadie puede detenerte!”



Por David Sáiz