Aún hay esperanza
Una familia de Tokio (2013, Yôji Yamada)

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Original

                Uno de los mejores directores de la historia nos dejó hace 60 años una de las mejores películas de todos los tiempos, un retrato que ahondaba en las relaciones humanas llegando a hitos de belleza difíciles de imaginar: “Cuentos de Tokio”. El presente año, en homenaje a la obra de Yasujiro Ozu, tenemos el privilegio de ver “Una familia de Tokio”, un honorable trabajo que, actualizando y modernizando determinados detalles, ha sabido captar a la perfección la esencia de su referente.

                Y es que el momento no podría ser más adecuado, estamos enfrentándonos de nuevo a una generación hedonista que no ha tenido que luchar en su vida ni se le han sabido transmitir unos valores firmes. La familia, como tal, está perdiendo su significado, el respeto hacia los progenitores desaparece coincidiendo con su utilizad y los lazos se mantienen simplemente por guardar las apariencias. El egoísmo extremo es el día a día y el propio bienestar es un justificante suficiente para acallar la culpa.

                Pero no podemos generalizar, la vida es un ciclo y nos gusta dar vueltas. Esta versión de “Cuentos de Tokio” escrita y dirigida por Yôji Yamada es un buen ejemplo. Repasa el pasado y vuelve a mandar este mensaje, este gran mensaje. Teniendo en cuenta su sencillez, su calidez y su extrema ternura, la impasibilidad es casi una aberración. Salvando las obvias distancias temporales, las situaciones, conversaciones y los escenarios son calcados al film original, sin que la ausencia del sello de Ozu sea un inconveniente. He aquí  el propósito de un remake, recuperar una idea, no reproducir un producto.

                Las versiones modernas de grandes clásicos, con independencia de su género, están a la orden del día y las motivaciones de la mayor parte de ellas no podrían estar más lejos del objetivo del arte. La seriedad hacia un trabajo consecuente carece de importancia para los que sólo ven el arte y, por extensión, el cine como un bien comercial; esta incapacidad para planearse la potencialidad catalizadora de un film para con la sociedad es precisamente la fuente de sus fracasos, por lo menos, artísticos. Es incomparable el impacto de películas como “Conan, el bárbaro” (John Millius, 1982), “The wicker man” (Robin Hardy, 1973) o “Ultimátum a la Tierra” (Robert Wise, 1951) con sus plagios modernos.

                Aplaudimos, pues, este esfuerzo por recuperar una obra maestra, esperando que su huella quede marcada en todos y cada uno de los suertudos espectadores que puedan ir a contemplar esta maravillosa versión de una joya inmortal del séptimo arte.

 

 



Por Silvia García Palacios