De la mano de Disney nos llega una nueva adaptación del cuento infantil que nos llegó de la mano de Perrault. Desprovista de profundidad y revestida de banalidades, esta nueva versión podría definirse como la más fiel a la de animación, como no, de los mismos creadores.
Lo que más impresiona y a la vez descoloca es la elección por lo que a la dirección se refiere. El film está bajo la batuta de Kenneth Branagh, conocido, sobretodo, por especializarse en llevar al cine la obra de shakespeare; sin embargo, hace 4 años saltó de género con “Thor”, cinta de acción protagonizada por un superhéroe de cómic. Siguiendo esta nueva etapa, vuelve a cambiar de género con una historia de hadas y príncipes azules.
Cenicienta se presenta de principio a fin con una magestuosidad de años pasados, un alarde de colores y esplendor que tranquilamente nos puede recordar a producciones del estilo de Sissí emperatriz. Tanto es así, que esta adaptación parece completamente atemporal. No tan solo por la opulenta puesta en escena, sino también por unas interpretaciones ingenuas, una historia superficial y un vacío total en lo que a mensaje se refiere. Y decir cabe que estas palabras carecen de acritud. Si esto es lo que se pretendía, lo han conseguido a la perfección. Reiteremos lo dicho al principio, es una perfecta adaptación de la película de 1950 y por lo tanto, es normal este choque temporal.
Sin duda, lo más destacable es la aportación de Cate Blanchett. En el papel, nada desdeñable, de malvada madrastra (recordemos a la increíble Anjelica Houston en “Por siempre jamás”, 1998), esta gran actriz es capaz de dotar al film de momentos de interpretación sin los cuales su inocuidad sería insoportable. Por extensión, podríamos incluir en estas afirmaciones a Derek Jacobi (un gran asiduo del director); pero, y lamentándolo mucho, no podemos decir lo mismo de secundarios de lujo como Ben Chaplin, Helena Bonham Carter o Stellan Skarsgärd.
Film recomendado para aquellos nostálgicos de años pretéritos, nada tiene para tentar a nuevos ojos más habituados a postmodernismos, que, quizás también carecen de profundidad, pero por lo menos no se anclan al pasado.