Está claro que el mundo de los narcos mexicanos es todo un filón para la industria del cine, como en su día lo fueran las mafias italoamericanas. La brutalidad, la impunidad y el absoluto salvajismo del que los cárteles hacen gala son últimamente una inspiración constante para guionistas y directores que encuentran el contexto perfecto en un escenario en el que, por cruda y violenta que sea la historia, siempre lo será menos que la realidad.
Y en esta charca se meten el director Ramón Térmens y el guionista/protagonista Daniel Faraldo, en una película que, como el “Sicario” de Villenueve, aprovecha el trasfondo, pero no se propone profundizar en los procedimientos de los reyes de la droga contándonos una historia que bien podría ser descontextualizada, situarse en otra época u otro lugar, y funcionar de la misma forma. A pesar de lo que parece sugerir la propia campaña de la película, “El mal que hacen los hombres” no habla sobre el narcotráfico. Habla sobre los límites de la obediencia y la conciencia de los verdugos.
Santiago (Faraldo, “Por encima de la ley”, 1988) y Benny (Andrew Tarbet, “de mayor quiero ser soldado”, 2010) trabajan para un cártel. A su almacén llegan “paquetes”; personas que torturar, matar, descuartizar, embalar y enviar al destino que les corresponda. Santiago es un auténtico “narcosoldado”, decidido, violento y dispuesto a cumplir órdenes sin hacer preguntas, mientras que Benny, un médico norteamericano, cuestiona el papel que cumple y no parece muy seguro de saber hasta qué punto está haciendo algo malo. Un día cualquiera se presenta ante ellos Martín (Sergio Peris-Mencheta, “Hablar, 2015), el sobrino del patrón, y les trae un paquete especial: la hija de 10 años (Priscilla Delgado) de un narco rival a la que tendrán que custodiar hasta que el jefe ordene acabar con ella.
Con cuatro actores y un escenario cerrado, Térmens construye un eficiente thriller basado, como digo, no tanto en el funcionamiento de los imperios del crimen mexicano y más en la desconfianza, los dilemas morales y las verdaderas intenciones de sus protagonistas. Protagonistas que se saben perdedores desde el momento en que Martín y Marina entran en escena: si hacen su trabajo pasará algo horrible; si no lo hacen, les pasará algo horrible a ellos. Durante sus dos primeros tercios, “El mal que hacen los hombres” es casi teatro en cine, con reminiscencias de “Reservoir dogs”, “Funny games” o “Big bad wolves” y son los intérpretes los que la mantienen en pie: Faraldo otorga convicción a su personaje, Tarbet tiene la empatía con el público y Peris-Mencheta se beneficia de un personaje turbio que defiende sin problemas y convence haciéndose pasar por mexicano. La pequeña Marina cumple su función y aunque por momentos parece empujar la película al terreno del “niño sabihondo que engaña a todo el mundo”, el guión siempre recupera el rumbo antes de que esto ocurra.
La pega es que, al llegar al último tercio se pierde la incertidumbre, el juego moral y el riesgo del que tanto estaba disfrutando. Como en tantas otras cintas, la explosión de violencia final incluye un giro a lo convencional y desaparece la necesaria tensión que provoca un thriller cuando el espectador no es capaz de adivinar cómo va a terminar y cuán lejos se piensa llevar su planteamiento. No es que el final arruine la película, pero sí parece dar un paso atrás y es inevitable que el conjunto se resienta un poco.
Con todo, Ramón Térmens hace un gran trabajo tras las cámaras y nos da un buen paseo por esa nave abandonada de los horrores; el guión de Faraldo maneja sin miedo el humor negro y los lugares comunes del género; y los narcocorridos de La Malinche nos acercan a ese lugar extraño donde la música popular, las letras románticas y las advertencias sobre los peligros de desobedecer a un narcotraficante pueden ser una misma cosa.
“El mal que hacen los hombres” es una película divertida, oscura, bastante menos seria de lo que pudiera parecer. Es otra buena muestra de cine indie dentro de nuestras fronteras, de ideas originales, sin alardes de presupuesto, con pocos rostros conocidos y sin caer en los tópicos que tanto se critican de nuestro cine. Sospecho que no disfrutará de un gran despliegue publicitario ni mucha presencia a nivel de distribución pero es una cinta que merece una oportunidad. Y que, haciendo referencia a la frase de Shakespeare que da título a la película: no sea sólo el mal cine el que perdure.