Trece nominaciones a los Oscars, ni más ni menos, tiene la última película de Guillermo del Toro. "La forma del agua" es claramente una película creada para ganar, y ha puesto de rodillas a crítica y público allá donde se proyecta. Y por momentos es difícil no dejarse llevar por la euforia ante esta nueva vuelta a la idea de “mujer y monstruo” que a la vez hace de carta de amor al cine clásico y de abrazo con palmada en la espalda a cualquier colectivo marginado imaginable.
El Gordo -al que siempre hay que reivindicar como uno de los directores más carismáticos de todo Hollywood- recupera en diferido a Abe Sapien y se marca una historia de amor entre una limpiadora muda y una criatura anfibia con la guerra fría de fondo. Ahí es nada. Esta empresa la lleva a cabo bien flanqueado por un reparto que se mete hasta las cejas y sacando pecho con una factura artística poco menos que impecable, que acaba resultando un festín cinematográfico mucho más pegado a la realidad que “La cumbre escarlata” pero igual de cautivador. Lo que no deja de sorprender viniendo de un director que hasta hace poco pensaba llevarnos a las montañas de la locura y que dos películas más atrás estaba inventando el Robot-Porn.
Como fábula, "La forma del agua" tiene muy poco que suene a nuevo. Podríamos encontrarle puntos en común con “E.T.”, “La bella y la bestia” o “King Kong” -además de las similitudes entre la criatura protagonista y el compañero de “Hellboy”- y es en el enfoque y contexto más adulto donde consigue diferenciarse de sus referencias.
Este enfoque le debe muchísimo al reparto, que se compromete al 200% con la propuesta de Del Toro y ofrece un verdadero recital. La sorpresa, obviamente, es la de Sally Hawkins (“Happy”, 2008), única opción posible para Del Toro a la hora de escribir el papel de Elisa, la cándida (pero no) protagonista. Hawkins encuentra un equilibrio perfecto entre inocencia, determinación y valor, que, con el añadido de tener que usar el lenguaje de signos, construye un personaje capaz de tirar con la película por sí sola. Pero no está sola, porque ahí están Richard Jenkins (“Jack Reacher”, 2012), Michael Stuhlbarg (“Los archivos del Pentágono”, 2017), Olivia Spencer (“Criadas y señoras”, 2011) y Michael Shannon (“Take shelter”, 2011) -que se sale incluso en un papel tan plagado de clichés como el que le ha tocado en esta ocasión y que otro no hubiera tardado en convertir en una parodia- para seguirle el ritmo. Cada secundario tiene su propia historia que, encaje más o menos, enriquece la película y nunca hace perder nuestro interés. Mención aparte para Doug Jones (serie “Star trek: Discovery”) repitiendo como anfibio, y sobre todo para los encargados de materializar a la criatura, que consiguen un resultado realmente impresionante.
Igual de comprometido está el propio director, al que se le nota convencido de estar creando su mejor película. Del Toro ha puesto todas sus buenas intenciones y su corazón en un guión, co-escrito con Vanessa Taylor, que pese a todo el mimo con el que ha sido crear no puede escapar a las incongruencias. Eso no frena al mejicano, que dirige en modo “obra maestra”, siempre con un ojo puesto en algún clásico y, aunque no hacía falta, esta vez alejándose del terror gótico y el sentido del humor macabro por el que siempre lo hemos conocido. A lo que sí vuelve es a la defensa del paria, de la forma más mundana pero también más forzada de su filmografía: las diferencias raciales, las dificultades para los homosexuales de la época, la integración de las personas con discapacidad o, simplemente, el miedo a la vejez protagonizan reinvidicaciones a lo largo de toda la película, lo que no es malo en absoluto (excepto para esos sectores estadounidenses que usan el término “social justice” como algo despectivo) pero que en ocasiones parece obedecer más a la necesidad de complacer que a la de contar una historia.
Y es normal que se preocupe por complacer, porque el principal problema de "La forma del agua", es que necesita que el espectador se sumerja completamente en su propuesta y se trague todo lo que tiene que llegar. Porque, por muy inspirado que estén director y reparto y mucha calidad que rebose la cinta, la historia puede hastiar al espectador que ya se ha movido demasiado por los suburbios del fantástico. Todo recuerda a algo y, para cuando coge velocidad, uno puede empezar a ver los defectos a un cuento al que le pasa como a la banda sonora de Alexandre Desplat: de querer ser bonito acaba hartando. Y es una pena que una película realizada con tanto cariño y tanta convicción se lo juegue todo a su capacidad de encandilar al espectador, sobre todo viniendo de un director que nunca ha tenido ningún problema en buscar la sorpresa.
En definitiva, "La forma del agua" es una película que tiene prácticamente todo para ser una cinta excelente; técnica, artística y cinematográficamente hablando. Pero queda limitada por lo que quiere contar, que, sin ser malo, necesita nuestro compromiso para que la aventura de Elisa y la criatura marina acabe llegando a buen puerto. Si entras en su juego, te rendirás a sus pies. Pero si no, te quedarás con la mejor película del montón del año. En cualquier caso, sólo hay una forma de averiguarlo.