“No es un biopic de Freddie Mercury”. La distribuidora de Bohemian Rhapsody ha repetido esto a diestro y siniestro, probablemente como reacción a las críticas que recibió en el Reino Unido donde acusaban a la cinta de Bryan Singer de ofrecer una versión edulcorada y comercializable de la vida del malogrado cantante. Y tampoco mienten, no es un biopic. Y desde luego no es un documental. ¿Y qué es?
Bohemian Rhapsody es una película sobre Queen. Es completamente natural que una persona del talento, el magnetismo y el potencial de Freddie Mercury aclapare gran parte del metraje, sobre todo teniendo en cuenta el peso que su tragedia personal ha tenido en la historia, pero no es un estudio sobre su vida, es una película de Hollywood -dirigida por un tipo que hace pelis de superhéroes- y nunca deja de funcionar como tal.
Y funciona. Los críticos han apelado constantemente a lo convencional de la apuesta, y sí, es cierto que todo rezuma artificialidad, como si el guión se hubiera escrito a base de wikipedia. Una banda tan barroca, excesiva y excéntrica como Queen podría prestarse a un producto más experimental, pero 20th Century Fox nunca ha ocultado su intención de crear un blockbuster y había que ser muy ingenuo para esperar otra cosa. Lo que Bryan Singer (de su despido antes de acabar el rodaje habría que hablar en otro momento) hace aquí es lo mismo que hizo cuando rodó dos películas de X-Men que gustarán a quien no había leído un cómic en su vida: Un acercamiento fácil y efectista a la historia de la banda que puede satisfacer al viejo fan y atraer a las nuevas generaciones.
El guión de Anthony McCarten pasa de puntillas sobre los detalles más escabrosos y acota la cronología de Queen para convertir el de Mercury en un viaje del héroe de manual -en mi opinión, acertadísima decisión la de cerrar con el apoteósico concierto del Live Aid, acabando por todo lo alto y ahorrando al público un final lacrimógeno- y la dirección de Synger pierde todo atisbo de personalidad (si le quedaba alguna) para ajustarse a los estándares de una película de estudio, dejando todo en manos del reparto y de la banda a los que interpretan.
Y estos dos factores son el auténtico punto a favor definitivo para “Bohemian Rhapsody”. Un casting que no podría ser más preciso encabezado por un Rami Malek (“Need for speed”, 2014) que clava su interpretación, no tanto por la caracterización sino por la forma en que absorbe cada pequeño tic de Mercury hasta prácticamente convertirse en él, en un trabajo que probablemente le va a valer más de un premio. El resto del grupo -Joseph Mazzello (“La red social”, 2010) como John Deacon, Ben Hardy (“Mary Shelley”, 2017) como Roger Taylor y Gwylin Lee (“Isle of dogs”, 2011) como Brian May- clavados a los originales, le van a la zaga aún no teniendo el mismo protagonismo, y siempre son bienvenidas pequeñas apariciones como la de Aidan Gillen (“The lovers”, 2017) o Mike Myers (“Austin Powers”, 1999), que hasta se permite el lujo de hacer un chiste a costa de su clásica Wayne's World. El otro punto quizás sea demasiado obvio, pero es que SON QUEEN. Esos cuatro raritos que querían grabar un disco de rock que sonara a ópera funcionan a las mil maravillas en pantalla y Freddie Mercury es un personaje cuya vida y obra, por mucho que recortes, simplifiques o edulcores, tiene interés suficiente para que la película acabe dando en el clavo. La música hace el resto y, llegados al clímax de la cinta, es difícil no emocionarse al ver a la banda resurgir en Wembley en aquel concierto que pasó a la historia.
Así que no mienten cuando nos avisan de que esto no es un biopic. La historia y la leyenda de Freddie Mercury empezó mucho antes y acabó mucho después de lo que podemos ver en “Bohemian Rhapsody”. Y sí, puede ser convencional o superficial, pero también atractiva y emocionante como puede serlo un concierto. Con el propio Brian May detrás, el film es un show más de Queen, lleno de golpes de efecto y grandes éxitos.
Y las caras B, siempre las tendremos en los discos.