Alejados de los preceptivos de una industria mayoritariamente entregada a satisfacer las necesidades de ocio y espectáculo de su público, desmarcándose de modas, tendencias y devociones homogeneizadas, aún existe por fortuna un cine de resistencia, capaz de aguantar estoicamente y con un valor admirable las embestidas que recibe de todas partes. Productores, festivales, distribuidoras, exhibidoras, canales de televisión y finalmente el propio público tienden a alejarse de él como de la peste, aprensivos, los unos, al riesgo elevado de pérdidas monetarias y los otros al desafío de tener que lidiar con una aventura imprevisible que podría terminar, maldita sea, no siendo de su gusto.
“Un trabajo y una película”, el debut cinematográfico del tarrasense Xavier Martínez Soler, con una trayectoria consolidada como dramaturgo y director teatral, se enmarca plenamente dentro de este universo ensayista y conceptual, adoptando la forma de un drama experimental metalingüístico y filosófico, no ajeno a la poética, con trazas de comedia, noir, thriller, romanticismo, fantástico y terror. Basándose en el monólogo “Un trabajo”, estrenado en 2014 en la sala barcelonesa Àtic 22 del Teatro Tantarantana y escrito por su propio protagonista, Pablo Rosal, su adaptación cinematográfica elabora esencialmente un discurso analítico alrededor de la ficción que se acaba retroalimentando de la misma ficción sobre la que incide, en un alucinante juego de espejos que establece un intrigante diálogo entre el proceso creativo y el propio resultado de dicho proceso.
El relato se centra en el solitario vigilante de una nave industrial abandonada que toma consciencia de formar parte de la película que lo está observando. Cuando decide apoderarse de su control y explorar él mismo el valor de la imagen, se ve arrastrado hacia una peligrosa vorágine de consecuencias imprevisibles. Cada etapa de su viaje podría equipararse a la introducción de un nuevo elemento dentro del lenguaje audiovisual, una revisión reflexiva alrededor del origen y de la evolución del cine, vinculado a sus aportaciones sociales, artísticas e intelectuales hasta vislumbrar su decadencia a causa de la utilización masiva de una imagen progresivamente banalizada y devaluada.
La mayor parte de la acción tiene lugar en esa nave industrial abandonada, solitaria y semiderruida, de reminiscencias postapocalípticas, el vestigio de un mundo en ruinas fruto de una historia misteriosa y ancestral. Aliándose con una fotografía densa y atractiva, llena de claroscuros, el filme saca un fabuloso partido estético de las entradas de luz, el polvo en suspensión y la riqueza plástica aportada por las texturas de los materiales y de los objetos deteriorados por el abandono y el paso del tiempo. El diseño de sonido es clave en su rol potenciador de la atmósfera fantasmagórica e irreal que vincula todo el conjunto con el género fantástico. Su periplo a través de distintos géneros le sirve para elaborar una disertación teórica, tanto implícita como explícita, acerca de la alteración que el espectador provoca en la obra a través de la aportación de su propia mirada, única e intransferible, resultado de la suma de sus experiencias vitales. Una de sus tesis consiste en defender que el acto creativo surge de esta colisión de miradas en un calidoscopio de reminiscencias cuánticas: la obra no se concreta hasta que es observada por el espectador, y por el simple hecho de ser observada, su misma esencia resulta alterada, entrelazándose de forma única e irrepetible con la individualidad de cada uno. Es la gran potencia del cine y del arte en general.
En consecuencia, la película ofrece un reto al espectador, que debe establecer una estrecha alianza con la propuesta y aceptar su rol como parte indisociablemente implicada en ella, ya que debe convertirse, necesariamente y más que nunca, en una pieza clave dentro de su engranaje, decisiva para que el relato pueda alcanzar sus propósitos interpelativos.
“Un trabajo y una película” es un ejemplo de ese tipo de cine que apuesta por las ideas por encima del argumento y que se adentra sin complejos en los terrenos del ensayo, envenenando los mecanismos narrativos convencionales. Todo este conjunto de entelequias lo acercan a las obras más discursivas de Godard, pero justo cuando la pretenciosidad y la pedantería amenazan de apoderarse de la propuesta, tiene lugar una nueva rotura y el humor hace acto de presencia. Es una comicidad que se desprende del propio proceso creativo de la película, plenamente ubicada dentro de su condición metalingüística. En definitiva, ofrece una contundente exhibición retórica, substancialmente apasionante y provocativa, que obliga a replantearse los cimientos narrativos de la imagen en sí misma y del cine en su conjunto. Una refrescante propuesta a la contra de los cánones, valiente, juguetona, intelectualmente estimulante y comercialmente suicida.