Leyendas urbanas, racismo, gentrificación, y asesinatos con gancho. Era de esperar que Jordan Peele le echara el guante a Candyman, la primera película de terror – sin contar la blaxplotation – con un personaje titular negro. Y vaya si lo ha hecho.
Candyman, en su versión 2021 dirigida por Nia DaCosta, supone una vuelta casi 30 años después al Chicago que nos presentó Bernard Rose, obviando las secuelas e incluso el giro final de la primera, y funcionando en gran parte como el Halloween de David Gordon Green: Una continuación argumental de la cinta original con una estructura tan parecida que casi también funciona como remake.
En esta ocasión cambiamos a Helen Lyle por Anthony McCoy, un pintor en horas bajas que, en busca de inspiración, recorre las zonas pobres de su ahora exclusivo barrio investigando el mito de Candyman, un hombre con un gancho por mano y rodeado de abejas al que se puede invocar pronunciando cinco veces su nombre ante un espejo (spoiler: con terribles resultados). McCoy crea una instalación artística en la que habla de las leyendas urbanas y de la violencia que éstas encierran, y que insta a los visitantes a nombrar al vengativo espíritu. Algo a lo que, naturalmente, pocos pueden resistirse. Al igual que una joven estudiante que quiso estudiar la leyenda 30 años antes, McCoy se verá inmerso en una espiral de locura y crímenes mucho más compleja que tener que huir del gancho de un asesino sobrenatural.
Esto es el argumento, pero hay mucho más. Como podríamos esperar de una cinta con el nombre de Jordan Peele entre los créditos, Candyman incluye una nada sutil reflexión sobre el racismo – la película se rodó antes del asesinato de George Floyd, lo que demuestra que aún tienen motivos para hablar del tema – que aumenta in crescendo con el mismo ritmo de la película y culmina en una revelación final presentada durante los créditos de cierre y que espero sirvan de base para una nueva entrega. No es solo el racismo institucional, tristemente previsible, el que se denuncia en ésta película. También se habla de la gentrificación, algo que acertadamente ya mencionaba Bernard Rose (en el 92, menudo visionario) en su cinta y que ahora, siendo un término con el que por desgracia todos estamos familiarizados, tiene algo más de peso en la trama. Incluso lanzan alguna puyita sobre el arte creado por gente negra y la aceptación relativa que les granjea a los artistas. “Les gusta lo que hacemos pero no les gustamos nosotros”, dicen en un momento determinado. Y con eso dicen todo.
Pero, por muy necesarios y agradecidos que sean los alegatos de Peele y compañía, esto es una película de terror y como tal tiene que funcionar. DaCosta se encarga de ésto. La directora hace gala de una planificación impecable que queda patente desde los mismísimos créditos con unos ominosos contrapicados de los rascacielos de Chicago que, además, sirven de reflejo a los planos cenitales que abrían la cinta de Rose. DaCosta nos mueve por los dos extremos de Cabrini Green, desde los destartalados edificios de ladrillo que ya conocimos en la película original a los lujosos apartamentos de diseño que, con sus pasillos imposibles y la abundancia de superficies reflectantes, conforman el paisaje de la travesía a la locura de McCoy. Las apariciones de Candyman funcionan como un reloj, aprovechando el juego que da tener un villano que se mueve detrás de los espejos, y aunque los niveles de violencia son menores de lo que vemos en el cine de terror actual, su ejecución está sin duda muy por encima de la media.
En cuanto al cast, todo está tan correcto como cabría esperar, aunque es realmente Yahya Abdul-Mateen II quien hace todos los esfuerzos. Es también él quien sufre todas las incoherencias del guión, que las hay (ve a que te miren esa mano, ¡por Dios!). Un actor que salió airoso de un berenjenal como interpretar a un Dr. Manhattan negro debería poder cumplir de sobras en una película como ésta, y eso es exactamente lo que hace. Teyonah Parris le da la contrapartida con un papel que necesitaba algo más de peso y al que le sobra un background que no aporta nada, y Colman Domingo es un buen anfitrión del lado sobrenatural de la película, mientras que Nathan Stewart-Jarret y Brian King sirven como alivios cómicos, que también los hay, funcionando desde puntos totalmente opuestos. En cuanto al personaje que le da título a la película, es preferible no hablar demasiado de él para no destripar demasiado. Da todo lo que esperas de él, y guarda una bonita sorpresa para su última aparición. Ha perdido por el camino ese toque “romántico” (tan del gusto de Clive Barker) del Candyman original, pero bueno, ya no estamos en los 90s.
Candyman es una secuela, también es casi un remake, pero sobre todo es una acertadísima vuelta de tuerca a una saga que mereció mejor suerte. Habrá sin duda quien critique el discurso de la película (“propaganda del Black Lives Matters”, se puede leer por ahí) pero eso no hace más que reafirmar su existencia. El cine de terror también puede, y debe, tener algo que contar. Y a algunos monstruos les sobran razones para volver. Bienvenidos sean.