El hombre perro
Adam Resucitado (2008, Paul Schrader)

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Original

          Vivir, a veces, puede ser más difícil que morir, sobre todo cuando la historia personal se construye sobre recuerdos y experiencias  abyectas, humillantes e insoportables. ¿Puede la humanidad asimilar la inevitable sedimentación de sus auto-infligidos horrores en forma de recuerdos? Parece ser que a la mitología le hemos encargado la no fácil tarea de ayudarnos a purgar y entender estas, nuestras propias calamidades, en los distintos divanes a los que solemos acudir, aquellos que gozamos del privilegio, los llamados altares de comunicación de nuestros valores como cultura y, para quien se atreva a nombrarlo, civilización. El mito se articula a través de la cultura. Pero el mito como relato a veces se confunde con lo que llamamos Historia. Queda ya muy lejos el monumental poso mitológico sobre el que se sustenta el agitado inicio de nuestra civilización, con aquellos personajes inolvidables, Dios y Adam y David el más real, en el caso de la muy influyente civilización hebrea, que por aquél entonces bautizaban a la humanidad naciente, muy alejada ya del mundo animal, en lo que llamamos el mundo antiguo de la civilización occidental. Y parece que, hoy en día ya, hechos como la Segunda Guerra Mundial, casi el fin de la Historia, de ésa historia, con su Holocausto particular, se encumbran como uno de las fuentes mitológicas más relevantes de la contemporaneidad y que dan sentido a nuestra cultura y naturaleza actuales. Da sentido a nuestra naturaleza como animal cultural el hecho de que pueda coexistir la historia del holocausto y, a su vez, el revisionismo, por ejemplo. ¿No es esto acaso, la Historia, a veces tan lejos y tan cerca de los hechos? Para aquellos que todavía creen en la Historia, a estas alturas ya sabemos que ésta pertenece a quien la narra, escasean los argumentos que niegan lo aparentemente sucedido justo antes del ecuador del siglo XX. Y para los revisionistas sobran argumentos que demuestran lo oscuro de todo aquello. ¿Qué habrá detrás de unos y de otros? Será que todo relato y artificio cultural, tal vez todo conocimiento humano se ha creado en las antítesis de la naturaleza de las cosas. De lo que no se libra nadie es de los hechos que acaecen en su Presente, la única patria refundable ¿Cuales son los motivos reales que tenemos para inventar o interpretar tan contrariadamente los hechos acontecidos en la oscura chimenea del pasado? Probablemente persigamos nuestra capacidad de definir qué

es exactamente lo que somos, quienes somos, o en realidad, atrapar la identidad humana y, por ende, cultural, para sentirnos reafirmados y, en consecuencia, seguros de nosotros mismos y relajados en nuestra existencia como individuos y como civilización. ¿Y si aquello que creemos que somos no lo somos realmente? “Es un humano que no es exactamente un humano” “Es un perro que no es exactamente un perro”. Ahí está y queda nuestra insaciable necesidad de generar mitos para tratar de apresar aquello que probablemente seamos o no seamos exactamente como especie: humanos prostrados a cuatro patas que ladran, que aúllan como perros perdidos, mascotas de un Dios que nos ha abandonado en el frío desierto de la Historia. Y ahí está la imagen circense del rey David a cuatro patas como un perro atado y conducido y sanado por Adam resucitado en el desierto, ya sin Dios presente, solo, y por si fuera poco, con nuestra mirada. 

          El hombre perro de Yoram Kaniuk es la novela que empuja a Paul Schraeder a construir un relato fílmico muy cargado de símbolos tan perturbador como lúcido sobre los supervivientes del Holocausto, eso sí, concediendo el don de la lucidez a la locura y el de lo perturbado a la mirada del espectador ausente. Fiel a la novela, Schraeder se propone con estilo sobrio y mesurado la filmación cauterizada del horror, invitándonos a encontrar nuestro propio Ser en un mundo inerte donde la realidad hace tiempo que no tiene sentido, una especie de circo que ya ha perdido su capacidad de consolar. Adam Stein, personaje incuestionablemente interpretado por Jeff Goldblum y

antiguo mago ilusionista, sobrevive en un hospital psiquiátrico como símbolo del hombre anihilado y sin identidad que adoptó la naturaleza y condición de perro para sobrevivir en el mundo de reglas incomprensibles de un campo de concentración nazi. Su pasado, o sea, su relato se construye según su propia voz en off, una voz casi susurrada, muy sensual, a partir de un primerísimo primer plano en color de su rostro y a través de su recuerdo, el cual se vertebra a lo largo del film con pequeños flashbacks como fotos animadas de un aséptico blanco y negro que se degrada paulatinamente en tono de grises, pasando por el sepia, hacia el color de esa máscara inicial, a medida que avanza  en la  sucesión de las décadas que van, desde los años 20, hasta su presente, en este aislado hospital en los 60. Desde los celebérrimos cabarets alemanes, pasando por los teatros monumentales de los treinta a caballo del ocaso de la República de Weimar y el advenimiento del nazismo, el mundo oscuro y salvaje del campo de concentración en los 40, y una de las pocas casas aristocráticas alemanas que quedaron en pie después de la invasión aliada en la Alemania de posguerra en los 50. Su presente, ya en color, más cercano a lo real, en un no menos aséptico y frío ambiente donde una cámara en mano inestable, sedienta de morbo, hasta cierto punto sexual, a veces enfermiza en su afán de encontrar la máscara imposible del enfermo mental, al acecho del porqué ocurrió todo, una cámara que se desliza por los valles y claroscuros de la locura,  transcurre en este hospital psiquiátrico en medio del desierto de Negev, a principios de los 60 cuando, no casualmente, se está fundando el nuevo estado de Israel, al margen de estos supervivientes judíos del nazismo. Porque mientras se crea Israel, a costa de otras culturas, por supuesto, se crea el hospital donde enfermos mentales pasaran sus vidas siendo tratados como un experimento psiquiátrico por un séquito de insanos médicos obsesivos en el delirio del poder, obsesivos en su propia y megalómana empresa, que recuerdan a los propios militares de alto cargo nazis. “Si transgredes una regla se rompe el sistema”. Todo sistema tiene sus reglas, para que el sistema se mantenga nada puede quebrantarlas,  incluso si es un sistema dramatúrgico. El mundo es un escenario con reglas inquebrantables. Cuando transgredes las reglas el mundo se derrumba.  Todo relato también tiene sus reglas, hasta la mismísima Historia las tiene. Uno de los puntos culminantes de la película, a mi modo de ver, es cuando Adam Stein dicta una conferencia sobre dramaturgia ante los pacientes del Hospital. Ante esos locos, con un telón de fondo abstracto, símbolo de lo inconcreto en lo que se halla la Historia,  consigue dar la vuelta por momentos a lo que vemos o, mejor dicho, como lo vemos. Porque, de repente, tienes la sensación que aquello que sucede es el reverso de un espejo donde la humanidad se ve a sí misma reflejada, sin rumbo ni identidad, abandonada en la Historia que ella misma ha creado, sin Dioses ni nada, en el desierto, una Historia sin sentido que necesita ser regenerada de nuevo y no solo, a partir del Holocausto y la Segunda Guerra mundial, sino, y tal vez peor, a partir de la interpretación y sobretodo de la instrumentalización del mito que hemos generado alrededor de ello. Conviene ver esta película, al menos para cuestionarnos hasta donde somos capaces de avanzar por nosotros mismos como espectadores en una cuestión básica que nos pertenece de la cual hemos sido exhortados a renunciar: nuestra capacidad para preguntarnos que somos y hasta donde somos capaces de llegar como humanos. ¿Cuál es la máscara de cada uno? Pero que no nos lo diga nadie, debemos ser capaces de descubrirlo por nosotros mismos, debemos desenmascararnos, tal vez autodestruirnos. La pregunta es incómoda, claro, como la película. Pero es ahí donde nos sentimos vivos, y antes que morir, aunque a veces sea más difícil vivir que morir, lo preferimos, como Adam resucitado. Tal vez la nueva Humanidad después de haber sido perro hable por fin de su naturaleza verdadera.



Por Xavier Martínez