Más allá de los estrenos y de la maratón, el gran atractivo del Festival de TerrorMolins es sin lugar a dudas la oportunidad de disfrutar de sesiones retrospectivas con películas que, a pesar del paso de los años, siguen siendo historia viva del cine de terror.
Este año resultaba especialmente estimulante por el leitmotiv escogido: las fobias. Dentro del amplio abanico de subgéneros que ofrece el terror, cada uno tiene sus filias particulares. Es una cuestión de preferencias, ya que en definitiva lo que hace que la representación del horror en el cine sea tan atrayente es su capacidad por poner las emociones del espectador a flor de piel.
Por lo que a mí respecta, las fobias son un tema que me atrae particularmente porque representan un miedo muy primigenio, a la par que irracional. Es por este motivo que el lenguaje que adoptan los autores que han sabido retratar bien las fobias discurre en un plano abstracto, esencialmente perceptivo y subjetivo en la figura de un personaje. Dicho de otro modo, el punto de vista deforma el espacio y hace colisionar dos versiones de la realidad dentro del mismo marco de la ficción, generando así un universo irreal, malsano y sin embargo poético que dispone un suntuoso terreno para que un director (en el sentido más autoral del término) moldee la pesadilla y la transforme en una obra de arte.
Esto es exactamente lo que hace Roman Polanski en su imperecedera “Repulsión” (1965). El director polaco utiliza elementos externos de forma perfectamente calculada para retratar el deterioro mental de la protagonista a medida que va avanzando la película. Más allá del uso del apartamento como un espacio mental e íntimo (el escenario donde las pesadillas se hacen reales) en contraposición al exterior (lugar imperturbable del cual el personaje de Catherine Deneuve se va desconectando, y a la vez lugar de origen de las amenazas para ella), lo fascinante de Repulsión es precisamente el mencionado punto de vista que moldea el entorno.
Por poner un ejemplo, desde la ventana del apartamento de Carol y su hermana se ve el patio de un convento de monjas. Cada vez que Carol las observa, las monjas –como símbolo de castidad y aislamiento de la mujer respecto al hombre– ve felicidad, mientras que cuando es la hermana quien las mira, lo que vemos es silencio, penitencia y clausura.
Como este ejemplo hay varios: el conejo, la navaja de afeitar, un accidente en la calle, etc.; pero al final todos sirven al mismo propósito, el de transformar el espacio físico en el espacio mental de la protagonista, darle una forma física a su fobia a los hombres y retratar los estallidos de violencia como una respuesta natural y lógica al intrusismo de los demás en su intimidad más oscura.
Por otros cauces se mueve la segunda retrospectiva de la edición, esta obra maestra tan bella como perturbadora de Geroges Franju titulada “Los Ojos Sin Rostro” (1960). El tema del film no gira tanto entorno a la fobia, sino más alrededor de la obsesión. Concretamente la obsesión por la belleza (o la fobia a la deformidad, según como se quiera mirar).
La película de Franju traza dos caminos diferentes sobre el mismo tema que convergen al final. Por un lado, tenemos el mad doctor, el “creador del monstruo” (lo pongo entrecomillado porque en definitiva surge de un acto accidental), que utiliza sus habilidades de cirujano por encima de la ética y la moral con el fin de reconstruir la cara de su hija. Por otro, tenemos a la chica de los ojos sin rostro, el monstruo, que es quien vive en sus carnes las consecuencias de las atrocidades que comete su padre.
Al igual que en la historia de Frankenstein, el monstruo actúa como un sujeto pasivo hasta que se da cuenta que tiene la capacidad de tomar sus propias decisiones y puede revelarse contra su creador. Lo interesante es que, cuando esto ocurre, es cuando, de nuevo, el espacio se transforma. En el acto final, Franju retrata de una forma onírica y naturalista, propia de las fábulas y los cuentos –el último plano de la película es el ejemplo más representativo de ello–, como la naturaleza (animal y humana) se sobrepone al intervencionismo del hombre que, incesante, juega a dominarla.
Finalmente, la tercera retrospectiva –no sé si de forma consciente o no–, cierra un triángulo equilátero alrededor del tema de las fobias. Si en “Repulsión” hablamos de la perturbación mental y en “Los Ojos Sin Rostro” de la carnal, la tercera película incide directamente en la deformación del espacio onírico, entrando directamente en el mundo de los sueños para convertirlos en pesadillas. Hablamos, claro está, de “Pesadilla en Elm Street” (1984).
Con esta película, TerrorMolins rinde su particular homenaje al fallecido Wes Craven, un director que a pesar de haber tenido una carrera un tanto irregular y al cual se le pueden discutir muchas cosas, tiene el mérito de haber marcado la historia del cine de terror hasta tres veces.
El conocimiento teórico de Wes Craven sobre el género de terror es indiscutible. Por ello, en una década de los 80 en la que el slasher estaba en plena etapa de exploit, tuvo la habilidad de plantearse un territorio distinto: ¿y si el asesino fuera capaz de atacar a las víctimas en sus sueños?
Lógicamente, la brillantez del planteamiento tiene que ir acompañada del mismo virtuosismo a nivel visual, y lo cierto es que todavía a día de hoy, muchas de las imágenes que nos ofrece “Pesadilla en Elm Street” se quedan grabadas en la retina. El hecho de trasladar parte de la acción a los sueños le permite a Wes Craven jugar con la confusión y la irrealidad. De nuevo, la transformación del espacio y la presencia invencible de un sujeto intruso (el mítico Freddy Krueger) llevó la morfología del horror hacia un terreno inexplorado hasta el momento.
Hablando de fobias…
Uno de los platos fuertes del festival estaba precisamente en la mesa redonda sobre las fobias en la que participaron como ponentes el crítico de cine Toni Fernández Valentí y el psicólogo forense Dr. Bernat-Noël Tiffon Nonis. Resulta imposible resumir en unas pocas líneas la riqueza del debate, pero me interesa particularmente remarcar el intercambio de roles que tuvieron ambos.
Fernández Valentí incidió muchísimo en aspectos psicológicos reales que el cine ha abordado –y en cierto modo definido– en la ficción, mientras que el Dr. Tiffon Nonis se introdujo mucho más en la ficción para hablar de los paralelismos que ciertos personajes dibujaban con la realidad. Esta dicotomía resultó muy interesante, porque al fin y al cabo la ficción retrata la realidad, pero también influye en ella y, sobre todo, influye en nuestro modo de entenderla.
Esto nos lleva a pensar que la típica expresión de que “la realidad supera a la ficción” se utiliza muchas veces de forma un tanto gratuita: resulta mucho más estimulante pensar que son dos realidades, dos lenguajes, que avanzan en paralelo y que se transforman mutuamente la una con la otra cada vez que entran en contacto, que es muy a menudo.
Esto, evidentemente, incluye la representación del horror. No hace falta hacer mirar de forma muy incisiva la historia del cine de terror para ver que cada época y lugar están definidos por unos miedos bastante concretos que las películas han sabido retratar, ya sea individual o colectivamente. Es por esto que, a pesar del paso de los años y de la repetición de las fórmulas, todavía existen películas capaces de ponernos la carne de gallina y de hacernos disfrutar y sufrir como si fuera la primera vez.